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En el lenguaje de Cristo
Por
Instituto San Fernando .
Publicado:
25 Agosto 2006
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El pasado 18 de agosto el ciclo de enseñanza media de nuestro colegio visitó colegios de la Corporación Municipal de San Fernando. Aquí el relato descriptivo de Consuelo Iturrieta, una alumna el Segundo Medio B. Aquí la experiencia de una alumna marista viviendo de cerca la experiencia solidaria legada por San Alberto Hurtado.
Eran las siete de la mañana cuando suena el despertador y una nueva mañana anuncia un día nublado, gris como las calles de Santiago y sin novedad alguna. Sin embargo es un día distinto, es un día en el que tendría mucho más presente la frase de nuestro nuevo santo, San Alberto Hurtado: ¿Qué haría Cristo en mi lugar Al llegar a mi Colegio Marista, entré a la sale de clases y percibí el ánimo en mis compañeros: flojera. ¿A dónde iríamos ¿Para qué ¿Veremos enfermitos ¿Mongólicos que nos peguen

¡No! ¿Es que no entienden ¡Vamos a pasar una mañana con Cristo! Y sí, Él estará en la Escuela Especial Hermano Fernando de la Fuente. Caminamos medio San Fernando en otro ambiente, todos riendo y preocupados de cualquier cosa menos de lo que protagonizaríamos. Llegamos al fin. Ahora se respiraba un clima de nerviosidad. La Escuela exteriormente tenía un aspecto de humildad, era una estructura blanca y simple, pero se notaba preocupación y limpieza. Con la puerta abierta nos esperaban las “tías” encargadas del hogar y de los niños, con una sonrisa expectante nos conducen a un pequeño salón rectangular, con piso de madera y ventanas en sus dos lados horizontales que daban al patio, donde al parecer, los aproximadamente 30 niños se encontraban en recreo. En el centro del lugar donde nos encontrábamos había 5 mesas, improvisadamente juntas a lo largo, donde unos llenaban de golosinas y bebidas mientras que otros inflaban globos o preparábamos una función de títeres; preparábamos el lugar con emoción de saber que estos niños que veíamos por las ventanas estaban rebalsados de un cariño puro e inmenso que entregarnos. Una de las “tías” del lugar tocó la campana que daba hacia el patio y empezó a llamar a estos niños, que corrieron hacia la puerta que daba hacia nosotros listos para entrar y saber quienes éramos. La puerta se abre y entran como una manada de ciervos, inofensivos y preciosos, nos saludan, nos abrazan, nos miran. Y ¡que comience la función! El fondo del salón, detrás de una sábana afirmada en sus dos extremos por nuestro Profesor Jefe y Sofía, nos escondíamos el Peyo, Pablo, Telo, Daniel y yo; habíamos preparamos dos cuentos una hora antes para el show de títeres: La Caperucita Roja y El Pastorcito Mentiroso. Todo un éxito. Tanto así que improvisamos otro cuento y los niños estaban fascinados, gritaban, cantaban y se acercaban a los títeres para sacarlos de esta barrera – una sábana celeste – que los separaba de ellos. Luego, nos acercamos todos a las mesas invitando a nuestros nuevos angelitos a comer “cositas ricas” y a tomar bebida. Alguien de mi curso tuvo la brillante idea de traer música bailable, y pronto algunos niños empezaron a bailar haciendo finalmente que todos, niños y compañeros, terminaran bailando juntos. Algunos niños bailaban realmente bien. Entre varios niños de los que me acerqué, más profundamente quiero destacar a uno. Al llegar a la escuela, cuando mirábamos por la ventana, hubo uno que me llamó mucho la atención. Vestía con el uniforme antiguo de nuestra institución; zapatos negros, pantalón gris, camisa blanca, corbata color burdeo, chaleco azul marino debajo de una cotona café con su nombre bordado con letras rojas en el lado izquierdo: MARCELO. Lo saludé tímidamente con la mano y él me respondió a una gran y transparente sonrisa, además de sonrojarse y mirar hacia abajo con vergüenza nerviosa. Cuando entraron todos los niños me acerqué a él, vi su cara blanca y avergonzada, tenía marcas de espinillas pasadas en la frente; físicamente ya había pasado la pubertad, sicológicamente aún no llegaba a la adolescencia. Sus ojos brillaban como dos estrellas en el cielo oscuro, su boca estaba sonriente mostrándome una dentadura amarillenta y no completa, llevaba el pelo corto y liso y sus movimientos eran torpes y lentos. En su cara relucía una emoción impresionante, capaz de ablandarle el corazón hasta al más duro. Transparentaba un amor desbordado y queriendo ser entregado, su mirada al suelo y los sonidos que emitía reflejaban un nerviosismo atrapado y una gratitud que supera mil palabras…le di un abrazo, ahí fue cuando realmente me di cuenta dónde estaba Cristo ese día para mí. Su razón por estar en esta escuela era por padecer Síndrome de Down, la enfermedad más linda y más cruel. En el transcurso de la mañana compartimos con ellos y también jugamos a la silla musical.
Ya a las doce y media debíamos retirarnos y despedirnos de nuestros nuevos angelitos, pero no fue una despedida para siempre, porque todos en nuestro corazón anhelamos volver a estar con ellos, volver abrazarlos, volver a entendernos en un lenguaje no establecido. En el lenguaje de Cristo.

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