El pasado 18 de agosto el ciclo de enseñanza media
de nuestro colegio visitó colegios de la Corporación Municipal
de San Fernando. Aquí el relato descriptivo de Consuelo
Iturrieta, una alumna el Segundo Medio B. Aquí la experiencia de
una alumna marista viviendo de cerca la experiencia solidaria
legada por San Alberto Hurtado.
Eran las siete de la mañana cuando suena el
despertador y una nueva mañana anuncia un día nublado, gris como
las calles de Santiago y sin novedad alguna. Sin embargo es un
día distinto, es un día en el que tendría mucho más presente la
frase de nuestro nuevo santo, San Alberto Hurtado: ¿Qué haría
Cristo en mi lugar
Al llegar a mi Colegio Marista, entré a la sale de
clases y percibí el ánimo en mis compañeros: flojera. ¿A dónde
iríamos ¿Para qué ¿Veremos enfermitos ¿Mongólicos que nos
peguen
¡No! ¿Es que no entienden ¡Vamos a pasar una mañana con Cristo!
Y sí, Él estará en la Escuela Especial Hermano Fernando de la
Fuente.
Caminamos medio San Fernando en otro ambiente,
todos riendo y preocupados de cualquier cosa menos de lo que
protagonizaríamos.
Llegamos al fin. Ahora se respiraba un clima de
nerviosidad. La Escuela exteriormente tenía un aspecto de
humildad, era una estructura blanca y simple, pero se notaba
preocupación y limpieza. Con la puerta abierta nos esperaban las
tías encargadas del hogar y de los niños, con una sonrisa
expectante nos conducen a un pequeño salón rectangular, con piso
de madera y ventanas en sus dos lados horizontales que daban al
patio, donde al parecer, los aproximadamente 30 niños se
encontraban en recreo.
En el centro del lugar donde nos encontrábamos
había 5 mesas, improvisadamente juntas a lo largo, donde unos
llenaban de golosinas y bebidas mientras que otros inflaban
globos o preparábamos una función de títeres; preparábamos el
lugar con emoción de saber que estos niños que veíamos por las
ventanas estaban rebalsados de un cariño puro e inmenso que
entregarnos.
Una de las tías del lugar tocó la campana que
daba hacia el patio y empezó a llamar a estos niños, que
corrieron hacia la puerta que daba hacia nosotros listos para
entrar y saber quienes éramos. La puerta se abre y entran como
una manada de ciervos, inofensivos y preciosos, nos saludan, nos
abrazan, nos miran.
Y ¡que comience la función! El fondo del salón,
detrás de una sábana afirmada en sus dos extremos por nuestro
Profesor Jefe y Sofía, nos escondíamos el Peyo, Pablo, Telo,
Daniel y yo; habíamos preparamos dos cuentos una hora antes para
el show de títeres: La Caperucita Roja y El Pastorcito
Mentiroso. Todo un éxito. Tanto así que improvisamos otro cuento
y los niños estaban fascinados, gritaban, cantaban y se
acercaban a los títeres para sacarlos de esta barrera una
sábana celeste que los separaba de ellos.
Luego, nos acercamos todos a las mesas invitando a
nuestros nuevos angelitos a comer cositas ricas y a tomar
bebida. Alguien de mi curso tuvo la brillante idea de traer
música bailable, y pronto algunos niños empezaron a bailar
haciendo finalmente que todos, niños y compañeros, terminaran
bailando juntos. Algunos niños bailaban realmente bien.
Entre varios niños de los que me acerqué, más
profundamente quiero destacar a uno. Al llegar a la escuela,
cuando mirábamos por la ventana, hubo uno que me llamó mucho la
atención. Vestía con el uniforme antiguo de nuestra institución;
zapatos negros, pantalón gris, camisa blanca, corbata color
burdeo, chaleco azul marino debajo de una cotona café con su
nombre bordado con letras rojas en el lado izquierdo: MARCELO.
Lo saludé tímidamente con la mano y él me respondió a una gran y
transparente sonrisa, además de sonrojarse y mirar hacia abajo
con vergüenza nerviosa. Cuando entraron todos los niños me
acerqué a él, vi su cara blanca y avergonzada, tenía marcas de
espinillas pasadas en la frente; físicamente ya
había pasado la pubertad, sicológicamente aún no
llegaba a la adolescencia. Sus ojos brillaban como dos estrellas
en el cielo oscuro, su boca estaba sonriente mostrándome una
dentadura amarillenta y no completa, llevaba el pelo corto y
liso y sus movimientos eran torpes y lentos. En su cara relucía
una emoción impresionante, capaz de ablandarle el corazón hasta
al más duro. Transparentaba un amor desbordado y queriendo ser
entregado, su mirada al suelo y los sonidos que emitía
reflejaban un nerviosismo atrapado y una gratitud que supera mil
palabras
le di un abrazo, ahí fue cuando realmente me di cuenta
dónde estaba Cristo ese día para mí. Su razón por estar en esta
escuela era por padecer Síndrome de Down, la enfermedad más
linda y más cruel.
En el transcurso de la mañana compartimos con ellos
y también jugamos a la silla musical.
Ya a las doce y media debíamos retirarnos y despedirnos de
nuestros nuevos angelitos, pero no fue una despedida para
siempre, porque todos en nuestro corazón anhelamos volver a
estar con ellos, volver abrazarlos, volver a entendernos en un
lenguaje no establecido. En el lenguaje de Cristo.